estudiantes

estudiantes
febrero 2010

lunes, 25 de enero de 2010

LA SEGUNA COLISION

La segunda colisión
En una colisión, los ocupantes de un vehículo, al desplazarse hacia adelante o hacia atrás, impactan contra elementos del interior del vehículo o entre ellos mismos. Y es durante esta "segunda colisión" en la que se producen las lesiones corporales más graves. En este extracto de mi libro "Por Una Conducción Más Segura", podrás descubrir los orígenes históricos que permitieron conocer dichos efectos e influyeron de forma decisiva en la necesidad de dotar a los automóviles de zonas de la carrocería deformables capaces de absorber una parte de la energía cinética y en la eficacia salvadora de los sistemas de retención.

Según cuenta el periodista norteamericano Ralf Nader en su libro “Inseguro a Cualquier Velocidad”, fue un policía del estado de Indiana, Elmer Paul, el que a finales de la década de los cuarenta, empleó por primera vez el término “the second collision” (la segunda colisión). El análisis de este estudioso del tráfico le llevó a la conclusión de que los accidentes se producían, en primer lugar, durante un impacto de la clase que fuera (primera colisión), y a continuación, de forma casi instantánea, de un segundo impacto de los ocupantes contra el interior del vehículo (la segunda colisión). Esta segunda colisión era la que producía las lesiones y la muerte.
Pero aún habían de pasar casi veinte años más para que fuese el propio Ralf Nader, el que en el mencionado libro, denunciase por primera vez los efectos devastadores que producían en los conductores, las columnas de la dirección, los cristales astillables de los parabrisas, los materiales de metal de los salpicaderos y la multitud de objetos punzantes y adornos que los coches de aquella época llevaban en su interior. En su denuncia incluía, entre otras cosas, la fragilidad de las cerraduras de las puertas, la debilidad de las fijaciones de los asientos y los cierres de los capós.
Con aquellos sistemas, era frecuente el hundimiento del tórax o el empalamiento del conductor con el volante en los choques frontales. En vuelco o colisión, saltaban las cerraduras, y los ocupantes, o resultaban atrapados con las puertas o salían despedidos hacia el exterior. Otra causa de lesiones importantes se producía también en las colisiones frontales y en los alcances, debida al corrimiento de los asientos. Esta última circunstancia era la causa principal de las lesiones de las extremidades inferiores, de las faciales y de las craneales, contra el salpicadero, los cristales y entre los propio ocupantes.
Otra moda, que dejaba al descubierto la peligrosidad de diseños agresivos y cortantes en el interior y el exterior de la casi totalidad de los modelos de aquellos años, eran los adornos que se situaban en la parte anterior del capó y que en los casos de atropellos de peatones causaban a éstos gravísimas lesiones. La supresión de estos adornos, el acolchamiento y la protección de los volantes, la articulación de las columnas de dirección, la elasticidad y mayores superficies de los salpicaderos y materiales del interior, los cristales laminados y la ausencia de cualquier saliente u objeto susceptible de causar lesiones penetrantes o fracturas abiertas, eran entonces soluciones sin investigar y en las que los fabricantes todavía no habían pensado.
Hipócrates, 400 años antes de Cristo, en su tratado sobre las lesiones en la cabeza, dejó establecido: “aquellos que reciben heridas alrededor del hueso o en el propio hueso, por causa de una caída, o los que caen desde una gran altura sobre una superficie dura u objeto contundente, tienen el mayor peligro de sufrir la fractura o contusión del hueso, o desplazamiento de su posición natural; mientras que si caen sobre una superficie nivelada o sobre objeto blando, sufren menor lesión del hueso, o ninguna lesión”.
En otras palabras, la distribución en una superficie mayor de la fuerza que actúa en un impacto, absorbe parte de esa fuerza y aminora las lesiones. Los hombres de la antigüedad ya conocían esos principios y libraban sus batallas protegidos por armaduras y escudos para aminorar la fuerza de los golpes que recibían en combate, mientras que para atacar, utilizaban lanzas, espadas u objeto afilados. El daño principal en un accidente lo produce la concentración de la energía que se genera en un solo punto.
Pero sin remontarnos a Hipócrates ni a los guerreros de la Edad Media, yo mismo, hace algunos años, sufrí la caída sobre mi cabeza de un enorme cristal que se desprendió de la bóveda de un portal a mi paso. Afortunadamente, el cristal se estrelló contra mi cráneo de forma plana, se hizo añicos y yo no experimenté mayor daño que el que me produjo el propio susto. Cuando alguna vez me acuerdo de lo que hubiera sucedido si éste hubiera caído de pico, se me pone la carne de gallina.
Curiosamente, en la década de los cincuenta e incluso hasta bien avanzada la de los sesenta, con motivo de la publicación en Norteamérica del libro de Nader y aunque el automóvil llevaba ya muchos años circulando en el mundo, a nadie parecía interesarle mucho la investigación de los accidentes. Parecía como si la racionalidad del hombre, cuando circulaba en automóvil, quedara sujeta a la convicción de que la muerte y las lesiones producidas en los accidentes tenían que ver sólo con los designios de Dios y la fatalidad o la mala suerte.
Si alguien salía indemne de una colisión, la circunstancia entraba en el terreno de los milagros, y en muchos casos, el carácter deportivo que se atribuía a la conducción, hacía que los accidentados fueran considerados víctimas de un deporte que llevaba en sí mismo implícito el riesgo. Una teoría mantenida durante un buen número de años consistía en creer, que en un accidente era más seguro salir despedido del vehículo que permanecer en él. Las carrocerías de muchos automóviles –siguiendo lo que todavía se consideraba un carruaje que había pasado de la tracción animal a generar su propio movimiento- se construían en madera, lo que causaba terribles heridas producidas por astillamientos provocadas por la propia destrucción de la carrocería.
Otra causa corriente de graves accidentes se producía porque los vehículos tenían el centro de gravedad a considerable altura del suelo debido al gran tamaño de las ruedas. Esto, unido a la precariedad de los sistemas de suspensión a base de ballestas, la imprecisión de las direcciones, la poca eficacia de los frenos, la pobreza de la iluminación a base de carburo y el estado de las carreteras de macadam o tierra en pésimo estado, motivaba frecuentes vuelcos y salidas de la vía de graves consecuencias.
En el otoño de 1917, dos pequeños aviones chocaron en pleno vuelo mientras realizaban un entrenamiento rutinario. Uno de los cuatro aviadores que tripulaban aquellos biplazas, el cadete Hugh De Haven, sobrevivió a la catástrofe. Mientras se recobraba de serias lesiones internas, paradójicamente producidas por un tosco cinturón de pelvis de 15 centímetros de ancho provisto de un enorme cierre de bronce, De Haven se preguntaba como había podido permanecer vivo después de la catástrofe.
Cuando se recuperó de sus heridas, inspeccionando los restos de los dos aviones, observó que la plaza que él ocupaba había permanecido razonablemente intacta, mientras que las otras tres habían resultado totalmente destruidas. Esta comprobación llevó al joven piloto a la convicción de que un ser humano puede tolerar grandes deceleraciones y conservar la vida, si el vehículo en el que viaja está construido con una estructura y unos sistemas que le protejan en el momento del accidente. Este concepto puede afirmarse que fue uno de los primeros pasos para la investigación de los accidentes y que determinó la construcción de habitáculos resistentes a los impactos y carrocerías parcialmente deformables, capaces de absorber parte de la energía durante la colisión.
De Haven, con sus observaciones y su tenacidad al dedicar el resto de su vida a la investigación aplicada a los aviones y a los automóviles, fue, sin duda, uno de los grandes pioneros de la seguridad pasiva.

La energía que mata
Como ya he mencionado al principio del libro, resulta decepcionante comprobar el desprecio que algunos conductores demuestran hacia el uso del cinturón de seguridad. Muchos de ellos, estoy seguro que lo utilizan solamente ante el temor de ser descubiertos y denunciados por un agente de la autoridad, sin pararse a pensar, ni un momento, en su eficacia salvadora si sufren un accidente. En un párrafo anterior refiero cómo el cinturón que llevaba el piloto Hugh De Haven fue el que le produjo las lesiones internas más graves, y también explico los métodos rudimentarios con los que en el año 1917 se fabricaban los pocos sistemas de retención existentes.
Sé que algún lector enemigo de su uso aprovechará la circunstancia para mantener que fue el cinturón lo que produjo los mayores daños a De Haven. De igual modo, otros enemigos del sistema afirmarán que ir sujeto en el momento de un accidente impide que salga despedido el conductor, en la creencia de que saliendo despedido tiene mayores posibilidades de resultar ileso. Otras posturas contrarias a su utilización, mantienen que en caso de incendio con pérdida de conocimiento, el cinturón se convierte en un serio peligro. Para ambas situaciones existe una respuesta.
En el caso del piloto norteamericano, es fácil suponer que si el cinturón fue la causa de sus lesiones, cuál hubiera sido su final si en una colisión en pleno vuelo, el cinturón no le hubiera obligado a permanecer en su puesto; o que el golpe que recibió su cuerpo contra el interior del habitáculo, no hubiese sido aminorado por ir sujeto al asiento.
En el segundo caso, el del incendio con pérdida de conocimiento, es cierto que ha habido accidentes en los que se ha dado esta doble circunstancia. Pero, todo aquello que afecta a un gran número de personas, está sometido a la frecuencia con la que una excepción se produce, y mientras se cuentan por miles las situaciones en las que el cinturón de seguridad ha salvado la vida de un conductor o de un acompañante, son mínimas las que una situación límite ha impedido salvarlos por culpa del cinturón. En este sentido, quiero llamar la atención sobre la mala costumbre de algunos conductores, al no cerciorarse de que sus acompañantes conocen el sistema de apertura de los cinturones, cuando por primera vez se suben a su vehículo.
Pero, si el uso obligatorio de los cinturones de seguridad en ciudad y carretera aún cuenta con un buen número de incrédulos, esta misma obligatoriedad trasladada a los asientos traseros como medida salvadora en caso de accidente, no es creída, ni siquiera, por los agentes de la autoridad encargados de la observación de la ley. Por otra parte, la exclusión inexplicable de una gran parte de los conductores profesionales españoles en el uso del cinturón, por decisión del Ministerio del Interior, no ha hecho otra cosa que establecer agravios comparativos y quitar prestigio al sistema. ¿Es que acaso estos conductores están menos expuestos a un accidente que los demás? No, no lo están. Veamos porqué.
Cuando viajamos en un automóvil, nuestro cuerpo viaja a la misma velocidad a la que circulamos en todo momento. Una detención realizada a través del sistema de los frenos, se produce en una distancia que está en función de la velocidad, y durante el recorrido de esa distancia, la energía que todo cuerpo en movimiento acumula y que se conoce como energía cinética, se “transforma” en forma de calor por la fricción del sistema de los propios frenos y de los neumáticos en su contacto con el suelo.
Pero esta misma “transformación” de la energía, que es mayor cuanto mayor es la velocidad, se convierte en energía mecánica, cuando la detención (deceleración o aceleración negativa), se produce en una mínima distancia como causa de una colisión. En ese momento, la energía actúa en forma de destrucción de la carrocería, y casi simultáneamente en daños a los ocupantes, que, de no ir sujetos a los asientos, chocan en una “segunda colisión” contra el interior del vehículo, con una fuerza muy superior a la de se propio peso. De igual modo, los objeto que viajan sueltos se convierten en peligrosos proyectiles capaces de producir graves heridas.
Muchos lectores recordarán una secuencia de la serie de televisión “La Segunda Oportunidad”, en la que hicimos chocar un Jaguar contra una enorme roca colocada al efecto sobre la carretera. Naturalmente, no viajaba nadie en su interior cuando el vehículo sufrió el impacto a 145 kilómetros por hora.
A pesar de esa velocidad y de que la roca apenas se movió de su sitio, puede verse a cámara lenta cómo toda la parte delantera quedaba destruida, mientras que el habitáculo en el que supuestamente hubieran viajado los ocupantes en una situación real, se mantenía prácticamente íntegro.
Vi entonces y he vuelto a ver la escena hasta cansarme, y tengo el convencimiento de que los supuestos pasajeros hubieran conservado la vida de haber dispuesto de cinturones de seguridad con pretensores de ajuste automático, cabeceros, y los modernos sistemas de air-bags. Hay que resaltar que los asientos permanecieron en su sitio, a pesar de que el Jaguar pasó de los 145 kilómetros por hora a casi cero kilómetros, en menos de 5 centésimas de segundo y que la fuerza con la que golpeó la piedra fue equivalente a 120 toneladas.
Se sabe que el organismo humano tolera enormes deceleraciones y, sin duda, la que hubieran sufrido los pasajeros en el caso que expongo habría sido brutal, con probables lesiones causadas por los propios sistemas de retención. Pero no hace falta demasiada imaginación para suponer su fin al chocar entre sí o con el interior del vehículo.
En 1954, el coronel John Paul Stapp, de la Fuerza Aérea Norteamericana, se hizo construir un vehículo propulsado por dos enormes motores de aviación capaces de alcanzar velocidades supersónicas, que le lanzaron, atado a una especie de silla, hasta alcanzar 632 millas por hora (unos 1.000 km/h aproximadamente) para detenerse en 1,4 segundos en una deceleración que excedió en cuarenta veces la aceleración de la gravedad, o lo que es igual, la fuerza a la que fue sometido su cuerpo alcanzó la equivalente a cuarenta veces su propios peso.
Ningún otro ser humano había sufrido hasta entonces los efectos de tantos “Gs” en tan pequeño período de tiempo. Yo he llegado a ver la filmación que se hizo durante el experimento, en la que el rostro del coronel Stapp sufría una espectacular transformación a medida que el vehículo iba alcanzando velocidad. Los ojos parecían querer salirse de sus órbitas, las mejillas y la boca se deformaron hasta convertirle en un ser irreconocible, pero su cuerpo soportó la prueba sin causarle lesiones, demostrando la resistencia de la anatomía humana para tolerar enormes fuerzas.
Otro ejemplo de lo que llega a soportar en materia de aceleración y deceleración el cuerpo del conductor de un vehículo, lo tenemos en la velocidad de despegue de los aviones de combate y en los accidentes que sufren los pilotos de la Fórmula 1 de hoy, en los que la solidez del habitáculo y los cinturones de seguridad, les permiten salir indemnes a velocidades muy superiores a las que se produjo la colisión del famoso Jaguar.
He presenciado en los últimos años fortísimos choques de estos monoplazas contra sólidos muros y entre ellos mismos y he comprobado cómo, un instante después, el piloto saltaba fuera del coche sin daño aparente alguno. Un ejemplo de la violencia de estos impactos, por citar alguno, fueron los accidentes de Nelson Piquet y Gerhard Berger en Imola, en el mismo punto y casi en las mismas circunstancias en las que perdió la vida el Brasileño Ayrton Senna, del que se ha probado que no fue el impacto contra el muro a 270 kilómetros por hora el que causó su muerte, sino que fue una pieza de la dirección, que le atravesó el casco, la que acabó con su vida.
Otro ejemplo reciente de lo que significa ir sujeto en el caso de un accidente y la importancia que tiene la solidez del habitáculo de cualquier vehículo, fue el terrorífico accidente del británico Martin Brundle. Su coche salió despedido al chocar con otro que obstruía su camino, dio una espectacular vuelta en el aire y cayó boca abajo con el piloto en su interior, después de que toda la parte trasera, motor, caja de cambios y neumáticos, quedaran separados del habitáculo, partiendo el monoplaza en dos. Brundle, se libró de los cinturones, salió presto del amasijo de hierros y, sin quitarse ni siquiera el caso, corrió a los boxes para reanudar los entrenamientos con el coche de reserva.
En este punto, el lector está probablemente pensando que los ejemplos expuestos no tienen nada que ver con la realidad de las velocidades y las circunstancias que se dan en la conducción normal, pero se equivoca. Con un peso de 20 kilos, el impacto equivaldría a algo más de una tonelada... y si el pasajero es un adulto, el efecto sería igual que si nos cayesen encima cuatro toneladas. Las heridas y las consecuencias que se producen en los ocupantes de un automóvil que no creían en la eficacia de los cinturones de seguridad, suceden todos los días y no necesariamente a 300 kilómetros por hora. Una colisión contra un árbol o un muro a sólo 50 kilómetros por hora sin la protección del cinturón de seguridad, es igual a una caída desde un cuarto piso.
Para aquellos todavía incrédulos que afirman que es fácil sujetarse con los brazos, apoyando las manos sobre el salpicadero, conviene que sepan que para detener el golpe en la cara o en la cabeza a sólo 30 kilómetros por hora, una persona que pese 75 kilos, sus brazos tendrían que ser capaces de resistir una fuerza equivalente a la que se necesita para levantar 1.000 kilos de peso. El récord mundial de levantamiento de peso está establecido en 260 kilos.
Y para los que se toman a broma la eficacia de los cinturones traseros, convendría también recordarles que en un accidente a 50 kilómetros por hora contra un obstáculo que no ceda o sufra deformación, un bebé, de tan sólo 10 kilos de peso, golpearía a los ocupantes de los asientos delanteros con una fuerza de 567 kilos. Si se trata de un niño con 20 kilos de peso, el impacto equivaldría algo más de una tonelada… y si el pasajero es un adulto, el efecto sería igual que si nos cayesen encima cuatro toneladas.
Todo lo que aquí afirmo puede ser comprobado en la puerta de urgencias de cualquier hospital, cualquier día de la semana. Los médicos que asisten a los lesionados que no creyeron en el cinturón de seguridad, probablemente, estarían muy interesados en mostrar los efectos de tanta imprudencia y sus consecuencias finales. Estoy seguro.
Como epílogo de este primer capítulo dedicado a recordar a los conductores que antes de girar la llave y lanzarse al panorama incierto del tráfico, pongan en práctica todas las medidas de seguridad que la experiencia y la investigación que, los miles de estudiosos del tema han puesto a su disposición, quisiera hacer hincapié en algunos argumentos que las marcas utilizan para anunciar sus productos y que en la práctica se están demostrando ineficaces dentro del conjunto de la ya muy conseguida seguridad pasiva de los automóviles actuales. Me estoy refiriendo a las barras de protección lateral que, incluso modelos pequeños muy conocidos, esgrimen como mayor garantía de seguridad, lo que para mi no pasa de ser un argumento más de marketing.
En una reciente visita al centro de seguridad e investigación que la Fiat tiene en Orbassano, Italia, tuve ocasión de abordar con el director de dicho centro, el profesor Pierluigi Ardoino, esta incorporación de la técnica a la estructura lateral de las carrocerías. Según el profesor, que por su edad y su cargo es una de las mayores autoridades en la materia en Europa: “lo que en un principio se pensó como una solución en las colisiones laterales, sometido a estudios posteriores, demostró que las barras laterales pueden llegar a causar más daños que beneficios, ya que no es la distancia de penetración del vehículo que choca lo que causa las heridas, sino la forma en la que el coche agresor penetra en el interior del coche agredido, provocando que toda la energía concentrada a la altura de la barra metálica impacte en el conductor o su acompañante a la altura del tórax.
Lo que realmente se necesita para aminorar las lesiones producidas por estos accidentes, es construir el pilar delantero y el central más robustos, y que la puerta sea relativamente flexible y capaz de absorber energía, ya que en el momento de producirse la colisión, la puerta, por efecto de la reacción, tenderá a alejarse del vehículo agresor y al no permanecer en contacto con él, será muy poca la energía que transmitirá. De esta forma, el panel de la puerta golpeará primero la pelvis, empujando al ocupante y alejándole de la parte penetrante, y distribuyendo la carga sobre una superficie más extensa, que abarca la pelvis y el pecho al mismo tiempo. Las barras son eficaces en choques frontales y pueden contribuir a la distribución de la carga sobre la estructura; pero en los choques laterales sólo sirven para aumentar la gravedad de las lesiones”.
En este sentido, es posible que, la reciente aparición en algunos modelos de los air-bags laterales, sirva para reducir el número de víctimas de una de las más severas colisiones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario